Hace mucho que tenía ganas de escribir sobre una verdad absoluta que me encontré en la panadería -esa que tiene nombre de santo y una placa con espigas enmarañada en la paré. Y era cuando estaba contando los escones que el niño de brazos largos y cabeza ampollada -los padres panaderos lo habían dejado, seguro, a cargo de la caja este sábado elástico para hacer mejores cosas; o no mejores, pero sí distintas: otras y en otro lugar; nada sexual, por supuesto, ya que de ancianos engrudos panificadores se trata- lo habían dejado a cargo de descolgar solícitamente escones desde lo alto de su mano pelada: uno a uno. Caían en la bandeja oblonga de la balanza, desprendiéndose: frutos texturados de un árbol inglés (¿o esocés?) a la hora del té.
Pagué y el vuelto vino en billetes ajados: ¿cuánta televisión miraría este pibe por semana? ¿Había probado la cerveza, las cerezas, el sexo esporádico con compañeritos de grado? Nada de eso me dijo, ni pregunté. Sólo pude ver, en lo profundo de sus pupilas aburridas, descascaradas de tanta humedad ambiente, la lacónica verdad absoluta de este fin de semana largo.