Sí: y no ciclovías. Porque la palabra bicisenda está en trance de envejecimiento; y, como todo lo viejo glamoroso, deviene en vintage; como el amor, que es vintage; por lo tanto: el amor -o, más bien, el enamoramiento- sólo tiene lugar en las bicisendas, y es imposible, inconcebible, en las inertes ciclovías.
Porque el enamoramiento es fugaz efímero atravesante en bicicleta. Las miradas se cruzan en una doble vía y el encuentro intercambio de pupilas esbozo de gestos amorosos ya pasó, siguió de largo, lo perdimos atrás, a la vuelta en donde se interceptan Gorriti y Pueyrredón; dobló y lo perdimos, hay que volver la vista al frente porque se interponen otra vez autos colectivos peatones distraídos tachos de basura carritos cartoneros camiones inoportunos, y piupuipiuuuu nos sentimos desorbitados, pedaleamos pedaleamos – el amor el amorrrr: tratando de retener las floreadas calzas escondidizas bajo una pollera de pana y el rodete que amarretea un pelo excelso… pero no nos dan tiempo, porque ya aparece otra ciclista perfumante que nos deja bobos, haciendo equilibro sobre dos ñoñas ruedas – aaaaahhhh, no te vayás, quiero decirte algunas palabras estúpidas, pero se nos escapa y un pozo amenaza el recorrido. ¿Nos volveremos a cruzar? Bicicletas de paseo, playeras, de montaña, bicidobles, monociclos, deportivas, de carrera, tuneadas o clasiconas, Auroritas, bambuciletas: todas constituyen el soporte móvil del enamoramiento fugaz, álgido y angustioso a una vez, de la bicisenda.
Entramado laberíntico de doble sentido que enreda la ciudad, ¿dónde empezás y dónde terminás? Voy a transitar todas las arterias hasta saciar el número infinito de encontronazos, hasta que mis piernas queden mudas, se rindan exhaustas, de tanto y tanto amor.