¿Conocen a la Masa Crítica? Tal vez se hayan cruzado con el enardecido conglomerado de ciclistas que toman calles y avenidas los primeros domingos de cada mes (y las noches de luna llena) para recorrer, como un flujo heterogéneo, las arterias de Buenos Aires. Se trata de una actividad organizada en distintas ciudades del mundo cuyo objetivo es plantar el uso de la bicicleta (u otros medios de transporte autosustentables) como alternativa de vida. "Un auto menos" se estampa en el cerebro de quienes presencian la movilización; lema que resume, de manera efectiva y didáctica, la ideología del autoconvocado movimiento. La masa se extiende a lo largo de quince a veinte cuadras cortando las vías de acceso laterales, mientras los automovilistas y colectiveros insultan o aplauden -según su estado de ánimo o perversión ideológica-; familias enteras envían agua desde el décimo piso de edificios grabados contra un cielo sediento; amas de casa regalan galletitas y churros a los ciclistas, que pasan velozmente y engullen los tributos ayudándose con litros de cerveza; cada tanto un aullido colectivo se alza de forma espontánea en algún área del cuerpo multiforme de la Masa y se va transmitiendo en oleadas hacia adelante GUAAAAAUHAHHG, ¡BICIS SÍ, AUTOS NO! ¡BICIS SÍ, AUTOS NO!
Esta es, de hecho, la escena que abre la película que vengo a reseñar hoy: Apocaciclis zombie, el fin de la sociedad carburoproducente (2012).
Se trata de un largometraje intenso, descaradamente contemporáneo y, hasta el momento, inexistente. Aunque no damos por descartada la posibilidad (el plural nos incluye a mí y a Federico Palacios, dueño benemérito de Los Rayos) de que la película se produzca en el futuro cercano.
Decía: abre con una escena de Masa Crítica que circula sobre el asfalto de Buenos Aires; todo es felicidad y risa; el futuro parece promisorio; el mundo marcha en dos ruedas por una vía recta, sin baches; Macri se dedica a barrer las bicisendas, que ya perdieron cualquier relevancia que pudieran tener, mientras el pueblo le pellizca el culo al pasar. De repente explota un auto. A lo lejos, sobre el horizonte de Acoyte, se eleva una columna de fuego. El hollín invade la avenida y los paseantes frenan en seco. Silencio. Entre la muchedumbre, un casco sale disparado hacia arriba, arrastrando tras él al escuálido cuerpo de un bicicletero sorprendido en plena bavia. Pero la bici, al contrario de lo que se supondría, no cae a un costado, inerte; sino que acelera sobre los ciclistas llevándose por delante cuanta cara, brazo, costillas y desprotegidos dedos del pie encuentra. Sigue de largo; gente herida queda en su camino delirante; encara hacia el Ford Ka de un gentil viejito que espera pacientemente a que pase la Masa y se estrella contra el parabrisas. La rueda de la bici poseída asierra el metal como si fuera manteca.
Sangre, aceite y sesos embarran el asfalto; pero ya dejamos de ver la hecatombe del Ford porque nuestra atención es intimada por otros focos de insurrección: todas las bicicletas, rollers, patinetas y motobicis se han liberado finalmente de sus propietarios para dar comienzo a la masacre zombie de los medios de transporte contra-ambientales y, de paso, a la humanidad entera.
Sin embargo, un grupo de sobrevivientes (entre los que se encuentra, por exigencia de las corporaciones que financian la película, un negro, una asiática y un árabe experto en mecánica, que no parezca terrorista) harán frente a los lacerantes rayos de las bici-zombies, e intentarán recuperar el derecho de la sociedad occidental y cristiana de usar un auto por persona, destinando, si eso fuera necesario, innumerables hectáreas de sombrados a la producción de biocombustible.
Infinitamente recomendada, la película incluye escenas de sexo entre bicicletas y autos (también entre humanos y autos, bicis y humanos, humanos y bici-humanos, etc.), momentos de amor y sentimientos fraternales algo confusos, épica, humor, horror, concientización y un desenfrenado panfletarismo que se aboca a la desregularización de los Estados sobre la economía.