Si un libro no te copa, dejalo.
Jorge Borges
Ayer me decía mi amigo Fermín Lapierna que hace meses que venía leyendo una novela de ciencia ficción y no lograba terminarla porque era soberanamente embolante. Dejala, le aconsejé. Pero, transpirando de ansiedad, me confesó que el super-yo (o super-él, en este caso) no se lo permitía; se había convertido en una condena: Farenheit 984, odisea del espacio se elevaba ante el oprimido Lapierna como un monolito invencible. Tenía que seguir leyendo; terminar la novela no era tan importante como mantener la situación áspera y angustiosa de una densa lectura, seguir seguir seguir leyendo hasta el fin de sus días.
¿Por qué insistir, por qué insistir? Insisto, ¿por qué insistir con una lectura que no nos satisface sino que, al contrario, nos saca el sueño, nos da acidez y sarpullido en los talones? Esa obsesión por llegar, luego de haber recorrido tipo a tipo, renglón a párrafo, hasta la página última de un libro está aniquilando la vida de nuestros congéneres. ¡Pasemos a otra cosa! Si de todas formas vamos a olvidarnos tres cuartos de lo que leímos, y lo que logremos recordar se va a mezclar con alguna película o anécdota viciosa. La caterva de palabras que consumen nuestros ojos todos los días (carteles, subtítulos, inscripciones en los boletos de colectivos, graffitis, cartas de amenaza, mensajes de texto, obituarios, prescripciones, imanes, notas de Los Rayos) caen, enchastrándose unas con otras, en el caldo de cultivo que es nuestra mente para después ser expulsadas en un descuido bajo la forma de combinaciones sorprendentes: “Macri empató 3 a 0 contra All Boys-Who-like-girls-who-like-boys-who…”, “El último libro de Bob Dylan Thomas está parcialmente subsidiado por el Estado, descienda por atrás”, “Te dejé milanesas y su mensaje ha sido enviado correctamente en el taper” y otras excentricidades dignas de una antología subrealista.
He visto a las mejores mentes de mi generación disecadas por la ácida luz de una lámpara de bajo consumo, hostigando su lagañosa vista sobre los hojas de un libro denso, con el pulso arruinado, en un último esfuerzo por deglutir las áridas letras impresas tratando de no atragantarse. Sin ir más lejos, Pierre Güttier -jurado de los premios Nobel- murió infartado al enterarse, luego de haber terminado En busca del tiempo perdido, de que la edición del tomo tres había venido con veinte páginas menos. ¡Con razón no había entendido nada!
Güttier fue enterrado una tarde de niebla en el Père-Lachaise. Cada tanto, su lápida es visitada por algún lector salteado que le acerca sus respetos.