No es poco usual el comentario -expresado a media voz o a gritos; buscando complicidad o en el límite de la indignación- de que cada vez se lee menos. Bueno, este cronista defiende la opinión contraria: la gente no sólo lee cada vez más, sino que ¡lee mejor! Sí, efectivamente. En subtes y colectivos, caminando y en bicicleta, en la comodidad de su hogar (los que tienen) o entre arbustos (quienes carecen), en el trabajo, en los cafés, restaurantes, cines, teatros, postes de luz y urinarios, los seres humanos de esta ciudad fagocitan las impresas letras con la mirada, y resulta muy difícil (dificilísimo) sustraerlos de la lectura. Pero, ¿qué quiere decir que lean mejor? Fácil: mejor significa que lo hacen con un valor agregado respecto de una instancia anterior sin determinar. O bien: la lectura se transforma en un desentramar significados ocultos, poner en jaque la intención del autor, hacerle cosquillas a los editores y escupir sobre la crítica mediática.
Sin embargo, cualquiera podría decirme, señalando con dedo furioso: “¡Eso es completamente mentira! Nadie lee entre arbustos, nadie jaquea autores; la gente lee cada vez menos y peor, se tragan cualquier basura que les dan en la boca y vomitan los restos de su materia gris en la pelela.” Y yo respondería que es posible, pero que tendríamos que someterlo a una serie de investigaciones y encuestas que no estoy dispuesto a promover; ni me interesa.
Y, de todas formas, el asunto carece de importancia. Lo que en realidad impele a la opinión pública en estos momentos no es tanto cómo ni cuánto leen los porteños sino, más bien, cuánto escriben. Porque con respecto a este tópico sí estoy dispuesto a llevar a cabo encuestas, competencias y duelos en defensa del pundonor; la gente -contra toda expectativa- escribe cada vez más. Incluso, yo diría, DEJEMOS DE LEER Y PONGÁMONOS A ESCRIBIR.
He participado como jurado y organizador de concursos de poesía y narración en varios ámbitos de la ciudad. Un caso son las convocatorias del subte; y, les prometo, la cantidad de material que desemboca en los buzones y casillas electrónicas para esa competencia es abrumadora. Noches enteras con sus días he pasado leyendo y releyendo textos que pertenecen a escritores y escritoras ocultas a la vista gorda de la sociedad; amanuenses clandestinos que transcriben su existencia en relatos descarnados, poemas amorosos que llenan páginas, odas al barrio que destilan vino, novelas de aventura que recorren continentes y sainetes que desvirgan monjas.
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Desde este espacio humilde que me cede el dueño de Los Rayos, yo aconsejo al intratable público lo siguiente: tomen conciencia de que cada sujeto que transita por esta misma ciudad, cada colega, cada familiar, amigo, desconocido,
chofer, mozo o volantero, TODOS escriben. Y mucho. Escriben sobre ellos mismos y sobre vos; no paran. Mi segundo consejo consiste en: contraatacar. ¿Cómo? Escribiendo. La única forma de combatir el texto ajeno es produciendo un incalculable capital de escritura y hacerlo público.
Leer menos, escribir más.
Emilio Raimond