“¿Hace cuánto que no escuchas in concert II?” me pregunta inocentemente -o al menos eso siento yo- Raimundo en la noche del jueves, una noche como cualquier otra en la que reposo boca arriba viendo el último capítulo de Wilfredo mientras recibo ciertos mensajes de este compañero.
No tan común fue esa otra noche noche, la que no podía dormir a eso de las tres de la mañana, con 12 o 13 años. Fue cuando encontré que la TV por cable sintonizaba una película de Oliver Stone. No era muy buena ni mucho menos, sin embargo, de repente el mundo se transformó. Mi visión de la música, y del todo que ella, se teñía por la simple melodía que sonaba en el fantaseoso Whisky a Go Go de la película con un simil Jim Morrison de espalda poseído por una dudosa locura.
No obstante el sonido era real e implacable, plagado de sinceridad. Mi amor por estos músicos jamás se borraría, habían dejando una huella en mí que me iba a acompañar a cada situación de mi vida. En cada angustia o festejo intenso, la guitarra Robby, la base de John, las melodías de Ray y la inhumana voz de Jim me iban a calmar o llevar a una euforia incontrolable. Aún lo hacen.
Por eso me desperté y puse In Concert, el primer disco que escuché después de esa reveladora noche, para sentir ese braeak through que me sucede cada vez que me acompañan. -También recomiendo The Soft Parade y todo lo demás.
“Si las puertas de la percepción quedaran depuradas, todo se habría de mostrar al hombre tal cual es: infinito“.
Blake