Al final, parece que se cae por un precipicio, pero una rama le atraviesa la camisa y se salva — Cuando termina se casan y tienen un hijo; que sale deforme, pero lo quieren igual — Finalmente, el perro al que todos odiaban por tener sarna, era un príncipe californiano que hereda el 75% de las acciones de Macintosh — El barco se hunde pero ella sobrevive y sale a flote agarrada al cuerpo del ex-amante, alimentándose de sus partes tiernas —
¿De qué estamos hablando? No es un zapping epiléptico, no son sinopsis de la Ñ, no es la abuela hablando con su radio portatil, no: se trata del primer paso para una tarea de transformación cultural que llevará años concluir, muertes por estrangulación histérica, bombas de hidrógeno abajo de las camas de nuestros mártires y aniquilaciones en masa, pero cuya meta lo vale; se trata de CONTAR EL FINAL.
La última escena de la película, esa que según la superstición le da sentido a toda la trama y la envuelve como a un paquete navideño, es en realidad (cuando hablamos de la gran mayoría de las películas de Hollywood) una mierda. Violines y teclas melancólicas de un piano la anuncian, acompañados de un primer plano del protagonista que pasa a plano general hasta abarcar el parque, el lago, el puente de Brooklyn y toda la ciudad que se eclipsa en una bajada de créditos irritante. El final suele ser evidente, previsible, redundante y sobreentendido. La mejor actitud ante una película así consiste en pararla y poner otra, cambiar de canal o elegir una serie. Y, en cuanto al plano comunitario, la revelación del desenlace a los que no la vieron se entiende como un acto de amor al otro, ya que se lo libera de la tensión inútil que el final ejerce – brindando espacio para gozar de la trama. Es así que la postura a tomar se constituye como una ética del cinéfilo que se pude resumir en la frase ya citada: contar el final (para disfrutar el resto).