Porque se ve que le mentí, le he mentido, le hube mentido, le mentiría de vuelta, demasiadas veces a Pedro (Pedris), y entonces ya no me cree nada de lo que le cuento.
El hecho es que hay una rata (¡de posta, de posta!) en mi alacena -que es donde se guardan los platos, las comidas, los vasos, los besos- pero ¡claro! por qué habría de dar crédito a tal referencia si el tema ratil está más que sobrevaluado en la charla cotidiana contemporánea.
Ratas hay por todos lados: de la construcción de enfrente, entran y salen como rata por su departamento, van, vienen, van, arrastrando tiras de salchichas que supieron arrebatar al distraído carnicero (Nicolás, el de aumentados lentes); voy al supermercado y me atiende una rata, que me dice que no tiene vuelto y si puede devolvérmelo en tiras de queso (¿qué vengo a descubrir más tarde?, que lo de las tiras de queso era mentira: eran de jamón ¡y yo soy degetariano!); entro al baño y la rata está cagando mientras lee Macanudo: “¿Te molesta si me corto las uñas mientras voy?”, me dice con voz meliflua – y ahí es cuando me doy cuenta del cariz poético de los roedores.
Gracias, Pedro, Pedrín, gracias por no creerme; porque si me hubieras creído desde el principio, poniendo desinteresadamente las manos en el fuego por mi historia, entonces tal vez nunca hubiera llegado a conocer de manera tan íntima a la rata que ahora ya dejó la alacena y cuece -con amor maternal y un pucho en el hocico- unos huevos revueltos para desayunar.