Las horas no llegaban a tener dos cifras aún y yo caminaba por los senderos de los bosques de Palermo. Miraba mi cara a través del reflejo de mi celular último modelo y acomodaba mi flequillo, un poquito para arriba, a la moda, como señalando la trayectoria de los rayos. Movía los hombros para acomodar mi porte y me calzaba los anteojos de sol. Beggars Banquet sonaba en los auricúleos que pendían de mis orejas.
Resabios de mujeres de la noche yacían sobre los postes que delimitan el camino automotor, recorrido aún por taxistas que no buscan trabajo. Mujeres de la noche que son decididamente mujeres, decididamente en batalla con su biología equivocada, decididas a ser mujeres a pesar del estigma y de los pocos trabajos que logran conseguir en la actualidad y perros. Perros que ladran sobre Mick a volumen exagerado, con distancia de segundas, en tiempos desfasados. Perros que te miran con polleritas cortas. Corren, corren alrededor de las camionetas que los trajeron a sentir la libertad ladran con ramas entre sus fauces y siguen golpeando sus patas contra la sucia tierra en cada entusiasmado paso de libertas, mientras su rellenas tetas rebotan al compás de su caminar y y y y te dicen papitooooo. Nadie te dice papito con tanto amor como un perro de pepa decidido a hacerse la comida vendiéndote un poco de su amor. Perros falderos que no le importa ya a quién pero tienen todo ese amor para darte, chupándote todo a más no poder, sin importar quién seas, querer quererte, querer un plato de comida al final del día para que le devuelvas su amor.
Hasta que el perro se cansa, saca la lengua y comienza a babear.