¿Qué estás haciendo?, me preguntan con alteración. Estoy simplemente -respondo con simpleza- subrayando una frase que me gustó de un libro que tal vez no sea tan bueno como el fragmento particular que estoy marcando; pero que, justamente, pasa a ser un gran libro por el sólo hecho de contener la inscripciones que efectúo en este mismo momento.
PÁNICO. Sí, efectivamente: marcamos los libros. Esos atados de apretadas y perfumadas hojas nuevas que flotan en las vidrieras exuberantes con tapa colorida y foto de autor que guiña un ojo como invitándote a ser parte de algo sensacional que transcurre entre renglones. ¡El libro nuevo, el libro nuevo, vamos a por hacia el libro nuevo! Pero, una vez que nuestros dedos se sumerjan en la misión de toquetear la punta de las páginas con precaución de coleccionista, va a presentarse -como la otra cara de una moneda esquizoide- las ganas de adueñarse del libro, hacer algo con esos signos impresos con alto nivel de plomo que se siguen unos a otros formando palabras que generan frases que hacen párrafos que se convierten en capítulos que conforman partes que constituyen novelas. La cobardía insulsa del coleccionista se enfrenta a la ansiedad del marcador compulsivo: dos entes que viven dentro de cada lector.
Hoy, acá, ahora mismo, esta nota se inclina por darle lugar y abrir la cancha al ansioso marcador compulsivo. ¡Marquen, chicos, marquen! Subrayen y agreguen notas al margen, dobleguen las puntas y metan flores entre páginas, hagan suyo el libro choto imprimiéndole una huella de vida, un testimonio de que hubo lectura; el lápiz hundido en la celulosa, señal de una experiencia.
Continuemos el gesto de mi amigo Irino Pommembaum, a quien encontré una vez restregándose un libro de cuentos sobre los pelos del pecho: “Así”, decía riendo serio, “le doy un poco de aroma mío al olor de las páginas viejas. Así, yo me hago un poco más libro, y el libro, un poco más Irino.”