Los actores se inclinan y saludan desganados. Uno, el que hizo de vaca en el segundo acto, saca el celular para mirar la hora mientras se rasca el culo; la actriz principal corre llorando tras bambalinas; el director, en la primera fila, se cae de borracho mientras insiste en cortejar a una butaca reclinable. ¿El público? Aplaude. El espectáculo fue un desastre: actuaciones vergonzosas, vestuario pobre, dirección nula, luz oscura, sonido chueco, dicción esquizoide. Y el público, ¿por qué aplaude?
Un testigo externo podría pensar que se trata de autómatas: acolchonados sobre sus asientos, con la cabeza caída a un lado y hilitos de baba fluyendo por la comisura, el cuello, el pantalón o pollera, hasta desembocar en un charco de saliva común que humedece la alfombra del mugriento teatro, mueven rítmicamente los brazos para que las palmas se encuentren en un choque hueco que reverbera en el aire. ¡Pero no! No estamos ante una audiencia necesariamente lobotomizada; más bien es un ejemplo, un caso particular de un fenómeno generalizado: el aplauso automático.
Nos sentimos constantemente impelidos a aplaudir apenas termina una función, no importa si nos gustó o no, si nos causó gracia, si nos hizo cosquillas en el pie, si nos generó contractura o un brote psicótico; la reacción siempre es la misma: un aplauso más o menos largo, más o menos dedicado. Pero, ¿cuál es el problema con esto? ¿Propongo liquidar el aplauso como forma de protesta por haber perdido el tiempo en un espectáculo deplorable? NO, para nada: si, de todas formas, no creo que hubiéramos encontrado una mejor manera de gastar un “tiempo” sobrevaluado en los discursos de quejosos. ¿Entonces se trata de haber malgastado plata en una obra de medio pelo? Tampoco: derrochamos plata constantemente, sobre todo si se trata de agenciarnos entretenimiento. ¿Es un asunto de honor herido ante representaciones vomitivas? ¡Mucho menos! Los espectadores y consumidores de arte no tenemos honor… por eso nos sometemos a la cultura.
¿De qué se trata, entonces?, ¿de qué se trata?, ¡¿DE QUÉ?! Bueno: eliminar el aplauso es una operación en beneficio de los artistas, músicos, pintores, poetas, bailarines, políticos y actores.
Respondiendo con silencio angustiante a un mal número, estamos ayudando a los artistas a darse cuenta del error en el que incurren al embarcarse día a día, función tras función, en un empresa malparida. Dos resultados posibles: que dejen de insistir o que redoblen el esfuerzo. (La primera opción es la más recomendada)
Imagínense al desamado actor o actriz volviendo a su monoambiente después cavilando -la frente transpirada, los ojos en el suelo, el pulso enfermizo: "Tal vez, tal vez, les haya gustado de verdad... si, finalmente: aplaudir, aplaudieron..." Y, ahí, la voz del pueblo se levanta para decir NOOOOOOOOO, ¡el espectáculo fue desastrooooooso! Lo sabrías, si tan sólo el público hubiera desistido en sus hipócritas aplausos.