Entre bajar una película nueva y bajar él capítulo nuevo de una serie existe una diferencia abismante que nos puede llevar a una conclusión esclarecedora: la continuidad.
Una película se consume en (a lo sumo) dos horas, pero un nuevo episodio sólo muere para revivir en la promesa de otro que lo continúe, y tiene su fiel origen en aquel mítico “capítulo primero” o -si hilamos fino, finísimo- en el capítulo piloto. Y entonces podemos emprender el oscuro pero excitante viaje a la mente de un consumidor serial (uno, cualquiera de nosotros); ¿qué espera del nuevo episodio?, ¿por qué prefiere continuar la sinuosa trama de Lost _o empezar la segunda temporada de _Breaking Bad o repetir ese excelso capítulo de Los Soprano, antes que arriesgarse con un estreno blandengue del que sólo obtuvo cautos comentarios como “al principio está buena”, “la música es genial”, “me gustó el chiste del perro”? Debería desarrollar ahora -según el expreso pedido del dueño de Los Rayos– una jugosa reflexión que sorprenda, excite y produzca un acceso de tos convulsa en el innumerable lector; pero no lo voy a hacer. Al contrario, la respuesta será clara y precisa, en la medida de las posibilidades: la diferencia radica en que el consumidor de series no tiene que TRAGARSE EL ESQUEMITA.
El esquema remanido de presentación-conflicto-resolución que los productos hollywoodenses insisten en repetir con énfasis de violines hacia el final: la aparente, y finalmente desmentida, muerte del héroe; el matrimonio restaurado luego de reiterados engaños y contra-engaños al tácito contrato de monogamia; la enternecedora pacificación de poblaciones tercermundistas a manos de un duro pero honrado escuadrón de marines; la comprensión por parte del protagonista de que, finalmente, lo que importa es el amor y tomarse unas vacaciones de vez en cuando para no terminar ametrallando a la totalidad del buró, con secretaria y cadete incluidos. ¡Oh, oh, cultura norteamericana que mamamos con deleite desde los confines del Hemisferio Sur! No terminamos de regurgitar el esquema consabido de los tres tiempos (p-c-r), cuando ya la industria del entretenimiento sale con un nuevo modelo: las Series.
Porque ya, con las series, es otra cosa: el principio, si lo hubo, quedó desdibujado por la sucesión vertiginosa de nuevas temporadas; y el final… ¿qué decir del final? El capítulo final es imposible. Siempre habrá una nueva temporada. Y cuando existe una conclusión (cfr. último capítulo de Lost), ésta es irrisoria; no aclara nada, sólo incita a recomenzar la serie desde cero, o seguir con una nueva. Es el continuo de las series, que escapa al esquemita; es un terno vivir-el-momento; un carpe episodiem (aprovecha el episodio) que nos sustrae de la posible -pero no del todo segura- trama para mantenernos en el placer instantáneo que producen los derroteros de personajes cambiantes, las salidas originales, y los momentos de suspenso, drama, risa, indignación moral y conmiseración.
Mientras el arte contemporáneo se refugia en las series yanquis, se alimenta, crece, y se convierte, multiplicándose, en un monstruo purulento y perverso de siete caras; mientras esto se gesta en el tierno ceno de Sony, la comunidad del cine premia a una película muda, en blanco y negro, una historia de amor en el mundo del dance hall, el tap y el fox-trot. ¿¿Estamos todos locos??
A la “magia del cine” sobrevino el placer del continuo que producen las series. Como breves y adoradas joyas de la historia cinematográfica quedarán películas como El Padrino y Volver al futuro; clásicos que seguirán repitiendo su proyección, por temporadas, en el cine del barrio: un monumento a los caídos.