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Pibe un.

Me tomo el quinto café del día para intentar mantenerme siendo entre estas alocadas y enloquecidas prácticas que me acompañan día día. En este caso café instantáneo.

No me atrevo a afirmar que su bicicleta era el único escape que el remolino le permitía. La modernidad había dado a luz el café instantáneo y con ello, la incansable obstinación de Gaspar de lograr un café perfecto cada mañana. La cantidad justa de polvo amarronado, azúcar y soda, fusionadas en una parsimoniosa velocidad giroscópica. Casi sumergiéndose en las vueltas y revueltas de la cuchara -en ese otro remolino oscuro-, para, de nuevo, querer salvar: volar, poder y saber hacer lo necesario para lograr una sonrisa a esa hora de la mañana. A veces se podía percibir sus ojos cerrados en forma de meditación, en la última vuelta, antes de, en el momento exacto, sacar la pava del fuego.

Las posibilidades de mantenerme despierto son iguales a las de que me convierta en superhéroe y salga volando del aula. Miro a los costados, hago un poco de fuerza. No, no sé volar.

Ya estoy arriba del bondi. Cabeceo, siento el doblar del mamotreto que me transporta y el doblar de la música. Duerme conmigo. Los temas suenan con mi sueño, se confunden. A veces veo las luces de la ciudad, parecen encenderse con las notas. El colectivo se siente húmedo y pegajoso. Todo se vive en apagones. Las melodías… El colectivero nada hacia mí. Me despierto casi ahogado, estamos todos hundidos en mi placentera baba. Que bien que dormí acompañado de Kid A de Radiohead. Lo voy a tener que volver a escuchar despierto. Llego a mi parada, se abren las puertas con dificultad y caigo barrenando en una ola formada por mi saliva.

Good Night, knight.

Bajatelón apretando en la imagen.