Un mar apingüinado de cabezas que se bambolea de izquierda a derecha, parece moverse en el lugar y avanzar por algún sistema mecánico en el piso.
Molinete y descongestión. Entrar a ese submundillo oscuro que es la enorme estación. Con los trabajadores que la sienten hogar y los viajantes que la sentimos prestada. Aún aquellos que hemos pasado alguna noche abrazados a la sonrisa de turno, durmiendo, esperando aquellos pasajes que nos iban a llevar a un mundo de tierra seca, de guitarreos y bombos, de ollas populares, de intensas relaciones efímeras, cascadas, caminos, fuegos y plazas.
Ese submundillo es a la vez plataforma de despegue y muralla que divide: las amplias Maipú y Libertador, con su cemento firme, el camino arboleado hacia plaza San Martin y las excelsas puertas del opulento círculo militar, cámaras y pantalones cortos, anteojos de sol y gorritos; del otro lado, la Mujica, oculta tras estos armatostes, con esos pasillitos que la dejan entrever como los orificios de una olla a presión, esos agujeritos diagonales y entrecruzados, mamarrachos de caminos en todas las dimensiones pisos que hacen temblar las piernas sin importar la emoción en la rugosidad de su material, ventanas por donde intenta escapar esa violencia contenida, volver a donde fue generada, aparecer reivindicando un espacio, a través de la estación.
Casi un portal mágico.