Voy a subir al bondi y el señor que está adelante en la cola no se corre. Le pregunto si va a subir, me mira de costado masticando una respuesta rancia – parece que espera otro colectivo. Me escurro por el espacio reducido entre su hombro y la puerta, y subo cayéndome, sostenido por la máquina de monedas que me gira su funcionamiento al lado de la oreja.
Cuando salgo de mi casa, alguien está sentado en el escalón y le paso raspando; él no se mueve, me mira osco como un león-estatua del rosedal. Me tropiezo un poco y camino pateando las baldosas.
Un día voy a la pileta; me cambio y quiero dejar mis cosas en el guardaropa del vestuario: pero hay un semidesnudo sujeto mirándose al espejo en un lugar tal que, por sólo milímetros de diferencia, me hace imposible abrir la puerta. Le pido que me permita, y el sujeto se corre de mala gana, con un comentario inentendible en la garganta.
En estos tres casos, ¿se trata de la misma persona? No necesariamente; pero sí estamos en presencia de un mismo tipo social: el tipo molesto (no se reduce al género masculino, también
puede haber tipas molestas; pero, por cuestiones de practicidad y eufonía, nos quedamos con el tipo). El tipo molesto está siempre ahí, en el resquicio más impertinente, el pequeño espacio humano que nadie habría notado si no hubiese sido por este sujeto que tan naturalmente encuentra una posición hinchapelotas. Siempre se ubica adelante de una puerta, camina por mitad exacta de la vereda, se las ingenia para ocupar un espacio y medio en el subte de la línea ‘B’, acapara todo el apoyabrazos en los cines y, en las filas, siempre siempre se para demasiado cerca.
Qué hacer con este tipo más que mirarlo; seguirlo y ver cómo, irritable y sostenidamente, deambula por la vida haciendo resaltar esos paréntesis entre cuerpos que la mayoría de nosotros, de otra manera, ignoraría.