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Tu cara de vaca me hace mal

Habrás nacido hace unos años ya, suficientes tal vez, en algún lugar con muchos otros, tan solo para engrosar un número. Seguro pasaste tu infancia inocente por ahí, con tu mirada fija, imperturbable, caminando sobre pastos verdes y no tanto, eternos sueños de un futuro grande que traspasan fronteras y alambrados; y hoy, yo te escribo desde acá, como en tantas ocasiones lo hice desde allá, en una suerte de explicación, de plática fraternal, de agradecimiento. Seguro no me corresponda a mi, que nunca te mire a los ojos, pero creo que mereces estas líneas.

No pasamos tiempo juntos, ni tenemos amigos en común (sería muy raro tenerlos), ni siquiera se si alguien te quiso, si alguien disfrutó de tu compañía, pero estoy seguro que vas a formar parte importante de la vida de alguna(s) persona(s).

Sin saberlo, te metiste en un brete, luego de recibir una amistosa manguereada,  que condicionó tu futuro. A día de hoy nadie te miró, y de repente tus ojos se cerraron, para siempre.  Ya no te acordás de eso, ni de lo que pasó después. Te colgaron con la cabeza para abajo, uno al lado del otro, y sin remordimientos, te cortaron la yugular para que toda la sangre caiga y te abrieron la panza para sacarte todo tu interior. Después te bañaron con vapor y te sacaron el cuero, para poder cortarte en dos, ya sin cabeza. Suena bastante terrible, y lo es.

Te pasaron a una cinta, así partida en dos, donde varios hombres te esperaban con gancho y cuchillo en mano, para ir despostando uno a uno tus músculos y tirarlos en cajones anónimos listos para ser empaquetados. Seguirás un camino incierto, predeterminado sin embargo, antes de llegar a aquellas manos (acaso las mías) que dulcemente te recibirán.

No estés triste, sé que suena feo todo esto, pero tiene un buen fin. Una vez en mis manos, te pondría sobre una tabla y te acariciaría suavemente para que tu lomo (que fue sacado cuidadosamente luego de separar varios otros músculos) tome su posición natural y empezaría a sacarte sutilmente los excesos de grasa y eso que llamamos aponeurosis, con frecuentes caricias que acomoden tus fibras musculares. Obviamente, usaría un cuchillo con una hoja delgada, cuyas caras terminen en una filosa línea recta que ligeramente corte tu carne roja, suave y brillosa, a su paso firme pero delicado. La sangre, fría y más líquida de lo esperado, corre por el cuchillo sin dejar rastros. Con un trapo húmedo limpio alguna impureza que le haya quedado, satisfecho con su noble tarea. Guardo el corte ya preparado en la heladera.

Mientras tanto, prepararía las guarniciones al tiempo que imagino posibles situaciones, algunas más alegres que otras. Agarro unas remolachas, las lavo bien y las pongo en un papel aluminio junto con ajo y tomillo, y las rocío con aceite de oliva, para hornearlas hasta que estén tiernas a unos 170°C. Por otro lado, pelo dos peras, que tengan un dulce aroma, y las corto en cuadraditos. Antes de todo esto, tendría que haber pasado por agua hirviendo durante un minuto almendras, para poder pelarlas y tostarlas con un poco de sal junto a unas castañas de cajú. También, después de lavarla bien, cocino semillas de quínoa, sobre una base de cebolla picada, agregando un rico caldo de a poco, como si fuese un risotto. Separo cuidadosamente una hojas de rúcula, que estén bien verdes, aromáticas, sabrosas. Hago una rápida vinagreta para acompañar la ensalada.

Los veo llegar. Entran a destiempo, primero ella con una pollera azul con detalles blancos y un saquito por arriba, está suelta, ligera, aunque en su mirada hay cierto nerviosismo; él entra después, cortando el teléfono y guardándolo en su traje, acelerado y cansado, con fatiga en el rostro. Se sientan y piden la carta y una botella de vino. La tensión vibra entre los dos. Yo sonrío, y por lo bajo te digo, Sos para ellos, él seguro te elije.

Efectivamente, mi sentir se concreta, él te quiere a vos, quiere el lomo; ella se inclina por la pesca del día.

En ese momento, me dispondría a prepararte, te hablaría, contándote lo que va a pasar. No sé que pasa, pero hay algo entre ellos dos que no está bien. Pongo una sartén al fuego con un poco de aceite de oliva y manteca, y salteo las peras y agrego las remolachas en cuadraditos también. Al mismo tiempo, te saco de la heladera, te acaricio para darte un poco de temperatura, te pongo sal y pimienta, y caliento una sartén con un poco de aceite para sellarte, lentamente, de ambos lados para que tengas una costra crocante y bien gustosa; por último, te pongo un poco de manteca, un poco de amor francés y te meto en el horno por casi tres minutos. Termino el risotto de quínoa, lo pongo sobre el plato con la ensalada pera y remolacha, mientras te dejo descansar a un lado para que tus jugos se estabilicen. Termino el plato y te vas para la mesa.

Él lo ve llegar, agradece por formalidad y sin darle ninguna importancia te corta un pedazo que se lleva pronto a la boca. Le cambia la expresión, y se ríe de algún comentario de ella. Es su primera sonrisa en toda la noche; algo cambió entre ellos. Te corta otro pedazo, pero esta vez se lo da a ella para que pruebe. Parecen estar pasando un momento agradable, se toman de la mano y los ojos les brillan al mirarse. Yo sonrío por vos. Terminan de comer y piden un postre.

Se van contentos, no como llegaron. Es muy probable que cuando lleguen a su casa, se tomen otra copa de vino, con algunas caricias y besos de por medio, que los lleven a la cama (o tal vez ni lleguen a la cama), y terminen consumando su amor apasionadamente. Y quien te dice, tengan un hijo. Entonces van a recordar esa noche cuando le cuenten a él, ya grande, y seguro se acuerden de vos, que fuiste parte de ese momento, que fuiste parte, y parte importante de su alegría. Es por  ese momento, el  brete, el gancho, mis caricias, la manteca y el amor.

Gracias.