Hay ciertas palabras que tienen origen en una frase del mundo, expresión coloquial, oración comúnmente usada y distribuida de labio a labio. Palabras como “pordiosero” (“¡Por Dios, por Dios, por Dios!”), “correveydile” (“Andá corriendo y decile que el gato parió a Antonio”), “chepibe” (“Che, pibe, después de depositar los cheques, ¿no me cepillás la parte de abajo del cayo?”). Entre esta colección de términos, se eleva, como el espíritu prístino del habla popular, una palabra que lo dice todo… para que ya nada pueda ser dicho: Sanseacabó.
Para el público neófito y curioso: ¿cuándo usamos “sanseacabó”? ¿en qué situación?, ¿en qué contexto?, ¿con qué gente cae bien y con cuál se nos va la imagen por la cloaca? Bueno, bueno; acá, una breve guía para aquelles que disfrutan de exhibir nuevos conocimientos léxicos en sus reuniones sociales:
“Sanseacabó” la podemos usar en el punto álgido de una discusión; una vez que los argumentos en conflicto han sido empuñados para defender cualquier opinión poco comprometedora y más o menos biempensante como, por ejemplo, el verdadero sabor del pan: “Que es salado porque se come en la cena”, “Que es dulce porque va en el desayuno hecho tostada”, “Que las papilas gustativas activadas son las de la punta”, “Que mamá lo hace más rico”… y ahí, vos salí con el dedo en alto y en medio de la ronda estallás: “Es dulce y SANSEACABÓ”. Entonces, mágicamente (con el mágico y violento fervor de la palabra bien entremetida) el silencio abufanda la faringe de les concurrentes y… y sanseacabó.